Un asno bastante burro y un gallo muy escandaloso vivían en el mismo establo de una casa que se encontraba a las afueras de un pueblo.

Un día pasó por allí un león que hacía mucho que no probaba bocado y, lógicamente, no tenía más que una idea en la cabeza: comer algo. Al ver al asno en el establo, pensó que podría servirle para darse un buen festín y, muy decidido, entró con el firme propósito de matarlo y devorarlo allí mismo.

Al oír al león, el gallo, que siempre estaba encaramado a un palo que había en una esquina, se puso a cantar u  espléndido repertorio de sus más sonoros y estridentes quiquiriquíes.

Se dice que cuando el gallo canta, hasta el más fiero león se espanta. Sería porque le puso los nervios de punta, pero el caso es que, al oír tanta estridencia, el león se asustó muchísimo, se le olvidaron los filetes de asno y huyó como alma que lleva el diablo.

Cuando el asno, que era un pobre infeliz, vio salir despavorido al león, creyó que lo había espantado él y, envalentonado, echó a correr tras él. ¡En mala hora! Porque, tan pronto como se hubo alejado un trecho, el león se dio cuenta de quién era su perseguidor y se detuvo a esperarlo. En el momento justo, se le echó encima, lo mató y lo devoró sin contemplaciones.

Así suele suceder: quien se enfrenta a un peligro sin conocer sus propias fuerzas, paga cara la imprudencia.